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EL MITO DEL FUNDADOR

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Asistimos en demasiadas ocasiones a la mitificación de determinados dirigentes políticos y directivos de empresa. No soy en absoluto contrario a reconocer el trabajo bien hecho de quienes pasaron por este mundo y nos dejaron un legado gracias al cual podemos disfrutar de una estructura social, política y económica cada día más desarrollada. Es más, su ejemplo debe ayudarnos a mejorar en nuestras estrategias para conseguir los objetivos que nos planteemos. Pero lo que no es admisible desde una concepción racional de la vida es asumir como verdad revelada los escritos o las obras de quienes, en momentos históricos distintos y ante problemas diferentes tomaron decisiones que, muy probablemente, no serían coincidentes con lo que hubieran decidido hacer hoy. Ese tipo de actitudes sólo reflejan miedo y cobardía ante los problemas, aparte de una clara falta de aptitud.

Luperca amamantando a Rómulo y Remo. Mérida (España).

Luperca amamantando a Rómulo y Remo. Mérida (España).

Quizás el mayor ejemplo histórico de ese decaimiento cultural sea la creación del llamado Tribunal de los Muertos. Tanto se llegó a vulgarizar la cultura jurídica romana y tan pobres eran los argumentos de los jurisconsultos que Valentiniano III, emperador romano de Occidente, promulgó la Ley de Citas de 426 de acuerdo con la cual en todo proceso privado, los jueces, deberían considerar vinculantes las opiniones escritas de cinco juristas, todos fallecidos tiempo atrás, considerados los más ilustres conocedores del derecho romano clásico, Papiniano, Paulo, Ulpiano, Modestino y Gayo.

Siendo este último tenido por el más sabio y por tanto, en caso de discrepancias, prevalecería su opinión. Es curioso como no se trata de establecer una cierta prelación de sus opiniones sino la obligación de tenerlas por vinculantes. Sin duda alguna, los cinco debieron revolverse en sus tumbas sólo de pensar que quienes les habían sucedido como jueces eran tan incapaces de razonar por sí mismos que necesitaban utilizar sus resoluciones, no como inspiración de un nuevo razonamiento enriquecedor sino como respuesta a preguntas formuladas en tiempos y lugares distintos a las que ellos habían tenido que enfrentarse.

La figura del fundador y su legado puede ser un ejemplo que enriquezca y anime a los futuros dirigentes de una empresa o país o muy al contrario, y así suele ocurrir con demasiada frecuencia, se convierte en un mito en el sentido más clásico de la expresión. El mito del fundador es una presencia incuestionable e imposible de rebatir que limita la libre actuación de quienes han de decidir, resultando empobrecedor y castrante.

Existen muchas empresas, sobre todo las de corte familiar, que hacen del fundador un mito que se acaba convirtiendo, a la manera romana, en un semidiós al que rendir culto. Si Roma acabó siendo un Imperio y ocupó toda la cuenca mediterránea lo fue por la capacidad de sus dirigentes y ciudadanos de hacer del mito fundacional de la ciudad un elemento legendario de cohesión social y de pertenencia a una tribu. Pero en ningún caso se concretó en una ligadura que impidiera el desarrollo y expansión de aquella pequeña urbe convertida, con el paso de los siglos, en el mayor impero de la antigüedad. Sin embargo, y a diferencia de la practicidad romana, es muy habitual encontrar empresas en las que el fundador, ya desaparecido, sigue ejerciendo una influencia tal que si ahondamos en el símil de la fundación de Roma, equivaldría a la exigencia de que todo ciudadano romano hubiera debido ser amamantado por una loba, a ser posible llamada Luperca, hasta que fuera recogido por un matrimonio de pastores a imagen y semejanza de Fáustulo y Aca Larentia, como lo fueron Rómulo y Remo.

Si no somos capaces de combatir el mito del fundador la gestión de la empresa se convertirá en una sucesión de decisiones previsibles y repetitivas que nos conducirán a la desaparición por pura inercia. En primer lugar, la realidad a la que debió enfrentarse quien puso en marcha la empresa fue diferente a aquella en la que hoy nos movemos. La legislación, la sociedad o la situación económica general y sectorial a la que debió enfrentarse le hizo tomar decisiones, unas veces acertadas y otras no, que contrarrestaban las amenazas y explotaban las oportunidades de aquel momento. Además, no es comparable la situación económica y financiera de una compañía que lucha por hacerse, desde la nada, un hueco en el mercado que la de otra ya implantada que para poder sobrevivir debe elegir si crecer o no, si ampliar negocio o concentrarlo o, simplemente, si debe o no cambiar su estrategia de futuro.

Existen actitudes tan cobardes como irracionales que defienden, por ejemplo, no entrar en determinadas actividades, sencillamente porque al fundador no le gustaban, le parecían arriesgadas o no las pudo conocer porque no existían.

Cristóbal Colón desembarcó en Jamaica buscando víveres. Sabía que al día siguiente – 1º de marzo de 1504 – se iba a producir un eclipse, así que dijo al jefe de la tribu que le había negado cualquier ayuda tras recibirlo con tanta curiosidad como recelo: El Dios que me protege te castigará. Esta misma noche su venganza caerá sobre ti. La luna perderá su luz y los cielos enviarán sobre todo tu pueblo las mayores maldiciones. Cuando el eclipse oscureció el cielo, Colón recibió todos los víveres que pudo cargar en sus naves. A principios del siglo XX un explorador inglés recordó la anécdota y quiso usarla con un jefe sudanés que le contestó: Si se refiere al eclipse será pasado mañana.

Inspirarnos en el ejemplo de los que nos precedieron es una actitud inteligente, copiarla es una muestra de profunda idiocia y de absoluta cobardía intelectual.


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